Magdalena Helguera
PEGOTE III Si algún día se te pega un chicle en el pelo, como a cualquiera le puede pasar, no se lo cuentes a nadie. Yo sé lo que te digo. Cortate el pelo, rápate la cabeza, quedate de gorro puesto por el resto de tus días, pero no se te vaya ocurrir pedir ayuda. Eso fue lo que yo hice hace tres días, la peor estupidez de mi vida. Ya ni me acuerdo bien cómo empezó todo: una bobada, seguramente. Estaría haciendo un globo gigante (me gusta meterme los chicles de a tres en la boca), habrá sido un viento, un mosquito, un basurita en el ojo…Lo cierto es que de pronto me encontré con los tres chicles recién unificados firmemente establecidos en mi cerquillo. Allí estaban, colgando sobre mi ojo, y al mirar para arriba yo los veía cambiar de forma, medio borrosos e incompletos, de modo que si no hubiera sabido que aquello era chicle podría haber sido cualquier otra cosa: un broche de pelo. Un pájaro rosado parado en mi cabeza. La pluma del sombrero de un mosquetero o de algún otro famoso del tiempo del sobrero de pluma. Una pera a punto de caerse del peral. (Pera rosada, claro). ¿Qué más, qué más, qué más? ¿Un snorkel? Nunca usé un snorkel. ¿Cómo se verá cuando uno lo tiene puesto, debajo del agua? ¿La cinta de una momia que empieza a desenredarse? ¿La frutilla de la torta, el nido sobre la rama, la luna en el pino blanca en un cielo violeta? Muy lindo todo pero aquello ya se me venía directo a la pestaña, así que dejé la poesía de lado, sujeté el chicle alejado de mi ojo y tomé la decisión menos original del mundo: _ ¡Mamáaaaa! ¡Papáaaa! ¡Auxilioooo! Allá vinieron los dos, ella de lapicera en la mano y él de afeitadora y espuma en la cara. Cuando vieron que no corría sangre, solo chicle, se tranquilizaron un poco. “No es nada”, dijo mamá, “quedate quietita que enseguida te lo saco”. Y un minuto después su mano y la lapicera de corregir estaban firmemente incorporadas al chicle. Entonces intervino papá, y en muy poco rato, utilizando mucha paciencia y un poco de espuma de su cara, había logrado despegar la mano de mamá dejando a cambio la suya con la afeitadora, la lapicera y la espuma. _Va a ser mejor que traiga un poco de agua tibia -decidió mamá-; ustedes no se muevan. Y allá llegó con su taza de agua tibia y un algodoncito para ir echando de a gotas. Junto con el agua tibia –más bien bastante caliente- que me chorreaba por el cuello, yo advertí lo que iba a pasar. Tal cual. Cinco minutos después, nadie sabe cómo, la taza y el algodoncito, con el poco de agua que seguía goteando, habían sido retenidos por el chicle a cambio de la libertad de la mano de papá. Por lo menos aquello ya no caía hacia mi pestaña sino que se extendía hacia atrás habitando ya medio techa de mi cabeza. Después llegaron los peines: grueso, mediano y fino; apareció la temible tijera, seguida del alicate de las uñas, y cinco minutos después todos ellos ya se habían agregado al amable grupo, sobre mi cabeza, medio del lado de allá. Fue entonces que apareció la abuela: la abuela, que siempre es mi salvación y siempre sabe qué hacer cuando pasan cosas porque nació en la era pre-cosmética, cuando para todo había que arreglarse con lo que se tenía en casa. La abuela, simplemente, como si todos fuéramos tarados, dijo: “¿Y ninguno de ustedes sabe que el chicle pegado se saca con hielo?”. Y aquí estoy, con el hielo en la cabeza y el agua helada corriéndome por la espalda. La abuela ya consiguió despegar la taza, pero se agarró la punta de la chalina con uno de los peines; después arrancó los otros dos peines pero se le quedaron los lentes prendidos en la afeitadora. Yo, mientras, me miro al espejo, y es bastante entretenido. Como una película de terror, o algo así. |